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Anécdotas de escritora #2: distribución

Uno no sabe cómo funciona el mundo literario hasta que se mete en él de lleno. Como comenté en el post anterior Anécdotas de escritora #1: autopublicación, que puedes encontrar en esta misma web, publiqué mi primera novela con toda la ilusión del mundo, pero sin saber muy bien cuál sería el siguiente paso. Por suerte, familiares y amigos, que siempre me han apoyado, se interesaron por el libro y empezaron a leerlo, pero la primera tirada que hice —yo tan optimista—, fue de 300 ejemplares. Ni tengo tanta familia ni tantos amigos, y lógicamente quería que más gente fuera de mi círculo más cercano leyera mi libro.


Una de las cosas que ofrecía la editorial con la que publiqué era la distribución en librerías. Si vuestra editorial os ofrece esto, estad muy atentos al concepto bajo demanda. ¿Esto qué significa? Que los libros no están físicamente en las librerías, sino que es posible mandarlos a aquellas que los pidan. Pero, ¿quién va a pedir un libro que nadie sabe que existe? Lo bueno que tiene esto es que, si alguien pregunta por vuestro libro, podéis decirle que lo pida en su librería habitual y se lo harán llegar, pero después tendréis que estar pendientes de cuántos libros se han vendido de esta manera y cuánto deben pagaros por la venta (al PVP del libro tendréis que restarle el porcentaje de la distribuidora, el porcentaje de la librería, el IVA y el IRPF). Como os podréis imaginar, cuando empecé a publicar todavía no tenía mucha idea de cómo funcionaba esto.

Tiempo después de publicar mi primera novela, me llegó una oportunidad que en su momento me pareció maravillosa. Y aunque no fue tan bien como pensaba, me sirvió de aprendizaje. A través de un contacto de un familiar accedí a una distribuidora de prensa de la provincia de Alicante que aceptó distribuir mis libros. Les entregué más de 100 ejemplares de Último tren a la Tierra para que los repartieran por quioscos y pudieran estar visibles y a la venta durante unos meses. Cada vez que pasaba por alguno de estos quioscos me asomaba con la esperanza de ver mi libro en algún escaparate, pero nunca estaban a la vista y me daba mucha vergüenza preguntar al quiosquero. Sin embargo, si alguien quería saber dónde podía conseguir mi libro yo los mandaba a estos quioscos en los que sabía que estaban a la venta, aunque fuera escondidos. Cuando el periodo de distribución terminó se habían vendido unos 20 libros —todo un éxito para mí— y al cabo de un tiempo, porque las cuestiones de dinero con empresas grandes van despacio, me pagaron por las ventas correspondientes. Hasta ahí todo bien. Cuando me devolvieron los ejemplares que no se habían vendido, me llevé una sorpresa. Al comprobar su estado, unos cuantos libros estaban dañados: esquinas dobladas, lomos picados, portadas rajadas; había quien no había tenido ningún cuidado al manipularlos. Más o menos descarté de una posterior venta el mismo número de ejemplares que se habían vendido. La conclusión que saqué de esto era que, aunque pudiera parecerme incomprensible en aquel momento, no todo el mundo iba a tratar mis libros con el mismo cariño que lo hacía yo, o simplemente tratarlos bien. Quizá en otras circunstancias hubiera solicitado una compensación por los daños, pero, quizá por la falta de experiencia o por cómo se hicieron las cosas, simplemente lo dejé pasar y aprendí una lección. Aprovecho para comentaros que algunos de estos libros con taras menores en la cubierta están todavía disponibles de saldo a través de esta web, podéis echarles un vistazo aquí.
















La anécdota a mi parecer más inocente y divertida con respecto a la distribución es la siguiente. Ya con todos los ejemplares de Último tren a la Tierra en mi poder y sabiendo que la opción de venta bajo demanda era bastante complicada, un día me eché unos cuantos libros en una mochila y me fui de paseo por Alicante con la intención de dejarlos en grandes librerías. ¿Dónde solía ir la gente y yo misma a comprar libros? El Corte Inglés, La Casa del Libro y FNAC, pues allá que fui. En ninguno de estos tres sitios aceptaron que fuera yo misma con mi carita de escritora novel a dejar allí mis libros, pues era necesario hacerlos llegar mediante una distribuidora. Con esta piedra había vuelto a topar. Pero es así, es su forma de trabajar (la de las librerías grandes). Así que ese día solo me dediqué a pasear los libros y volví a casa con mi mochila llena y con una nueva lección aprendida. A pesar de las respuestas negativas fueron muy amables conmigo y al menos no me sentí tan mal, ni sentí que hubiera hecho el ridículo. Yo lo vi como una de esas cosas que tienes que descubrir por ti mismo.


Donde sí que conseguí dejar ejemplares de mis libros fue en librerías pequeñas, únicas, las del barrio de toda la vida, porque no tienen un funcionamiento tan estricto y suelen estar más dispuestas a darnos una oportunidad. He de decir que años después, y gracias a pertenecer a la Asociación Literaria y Cultural Escritores en su Tinta, pude presentar mi tercer libro, Piel metálica, en El Corte Inglés de Elche. ¿Quién me lo iba a decir aquel día de verano, en el que pasé tanto calor cargada con mis libros de una librería a otra? Si es que no hay que rendirse, ya lo decía yo en el post anterior. Pero esto lo contaré en detalle la semana que viene.


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